
Fuente: El Vino. Por Mauricio Wiesenthal.
“A quien pide media botella de vino le faltará en seguida la otra media”, decía con su genial humor Ramón Gómez de la Serna.
No sólo el paladar de los comensales reclama la presencia de buenos vinos para acompañar a los manjares de la cocina, sino que, además, el vidrio y el cristal –la botella y las copas- son los mejores ornamentos de una mesa bien puesta. La mesa se “pone” con la mantelería, los platos y los cubiertos, que dibujan sobre su superficie plana un paisaje lánguido.
Pero cuando llegan las botellas –con su cuello alargado, con sus formas diversas, con sus colores claustrales, con sus etiquetas de artístico diseño- y se distribuyen las copas de pie largo y cristal traslúcido, la mesa “se levanta”.
Dresser la table, enderezar la mesa, dicen los franceses. Se trata, sin duda, de una mesa donde se yerguen las formas alongadas y elegantes de las piezas verticales: la botella y las copas.
El vino y la botella se complementan mutuamente.
En la botella culmina el vino su crianza, alcanzando su redondez y su madurez armónica.
La crianza moderadamente oxidativa que recibe el vino en la barrica de roble se redondea con la maduración en botella donde se desarrollan los complejos y delicados matices del bouquet. El reposo en botella, que puede prolongarse muchos años según la estirpe y la calidad de la cosecha, le resta al vino algunos aromas afrutados, pero desarrolla, en contrapartida, un perfume más sutil e interesante. Protegido del oxígeno atmosférico, el vino sufre un proceso de reducción.
En esas condiciones su desarrollo biológico se alarga; su vida se prolonga en un tempo más lento y, por tanto, más fecundo.
Mientras la botella se mantiene en posición horizontal, con el corcho húmedo, el aire no puede penetrar en el interior, y el vino experimenta un proceso de reducción que comporta la evolución del oxígeno que absorbió en la barrica y en los trasiegos, acompañada por la formación de los mejores aromas.