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29 de Febrero, 2008 · Historias - Tradición - Origen

Apología de la comida chatarra


Marcelo Pisarro

cultural@clarin.com

 

Atenta contra la salud pública, impone estereotipos culturales y daña el patrimonio arquitectónico. Es un monopolio que explota a los jóvenes y mueve miles de millones de dólares al año. Se la acusa de todo esto y más. Pero ¿tiene fundamento nuestro odio al fast food?

 

 

¿Qué sería del mundo sin el diablo? Si no fuese por su oportuna intervención, los seres humanos seríamos unos hippies holgazanes, con las partes pudendas cubiertas por hojas, haciendo artesanías en el Paraíso y cantando canciones aburridas de Sui Géneris. Si el diablo no existiese varios equipos de fútbol —Independiente, Toluca, Sherlbourne, Manchester United— sufrirían tremendas crisis de identidad, jamás habríamos reparado en talentos como Linda Blair y la cinematografía mundial se habría perdido momentos inolvidables, como la escena de El día del juicio final en la que Arnold Schwarzenegger mata a Satanás con una ametralladora. El mundo necesita del diablo.

 

Pero hacer de abogado de la comida rápida es otra cosa. En principio, porque es grande y puede cuidarse sola (en 2006, sólo en los Estados Unidos, generó unos 142 mil millones de dólares en ventas). O puede pagarse sus propios abogados. Un pequeño gran ejército, teniendo en cuenta que viene absorbiendo ataques de todos los flancos: películas de Hollywood, pedradas y una seguidilla de juicios con el lema: ya fuimos por las tabacaleras, ahora vamos por la comida rápida. ¿Pero de qué se la acusa?

 

Siguiendo el best-séller del periodista neoyorquino Eric Schlosser, Fast Food Nation, llevado al cine en 2006 por Richard Linklater, las cadenas de comida rápida son responsables de homogeneizar las pautas culturales, crear un monopolio alimenticio en base a la explotación de sus empleados y el desprecio por la salud pública, provocar obesidad, alterar la producción agraria y ganadera, profundizar la brecha entre ricos y pobres, acelerar el proceso de globalización y esparcir por el mundo los valores norteamericanos de manera acrítica. Pero, en general, son críticas perezosas.

 

¿La comida rápida es mala por ser rápida? ¿Comida rápida es sólo la que venden en las grandes cadenas multinacionales o la que se consigue en estaciones de trenes, subtes, quioscos y puestos callejeros? ¿Cuál es la cultura que la comida rápida socava? ¿Qué es lo que se quiere salvar de la globalización? ¿Por qué no se acusa a la slow-food de ahondar la brecha social? ¿Por qué el fast-food es malo y las minutas son buenas? ¿Por qué el Big Mac encarna la corrosión moderna y el choripán, el sentir patrio? ¿El problema es el producto o la marca?

 

La expresión "Comida rápida", calco del inglés fast-food, fue admitida en castellano hace dos décadas. Es un tipo de comida que está lista para servirse al momento de ser ordenada; requiere infraestructura y personal mínimo para su elaboración; se adquiere en el espacio público, (no hay "comida rápida casera"); se lleva a la boca con las manos, puede comerse de pie y en movimiento, se sirve caliente, es económica. Y se come rápido. La categoría "comida rápida" es amplia: incluye una variada gama de platos: en Buenos Aires pueden ser hamburguesas, panchos, pizza, choripán, sándwiches de milanesa, papas fritas, empanadas y shawarmas. Los sitios de expendio varían: algunos son locales de varios pisos, con sanitarios, mobiliario, juegos infantiles y demás comodidades; otros locales no tienen sanitarios ni sillas (casillas en andenes de tren o subte, algunas pizzerías y pancherías); otros proveen comida rápida entre una oferta mayor de productos y servicios (quioscos, estaciones de servicio); otros están improvisados en calles, zonas verdes, perímetros de estadios; otros —los vendedores de panchos que recorren los pasillos del tren— no son más que un carrito.

 

Hay comida rápida en shoppings, cines, centros educativos, hospitales, canchas de fútbol, villas miseria o barrios acomodados. Pueden ser injertos inspirados en platos típicos de otros países, como nachos y fajitas, o del interior, como las tortillas a la parrilla; hay inventos que se van tan pronto como llegan, como el morci-pan y el chinchu-pan, y menúes para personas con capacidades gastronómicas diferentes, como las hamburguesas vegetarianas del Hard Rock Café.

 

Pero las definiciones son problemáticas. Por ejemplo, las papas fritas entran en la categoría de comida rápida, son baratas y se comen con la mano, pero también se las llama guarnición y se llevan a la boca con cubiertos. El dim sum chino, las tapas españolas, los hors d''oeuvres franceses, el antipasto italiano, las pakoras hindúes, el sushi japonés, los antojitos mexicanos, todo esto se come rápido y con las manos, pero se incluye en la categoría de finger food más que en el fast-food. Las minutas argentinas salen rápido, se comen rápido, y por lo general están precocidas y basta con calentarlas antes de servirlas (milanesas, filet de merluza, pechuga de pollo, tortillas, pastas), pero se comen con cubiertos y en restaurantes donde hay mozos, manteles, sillas, propina. Las hamburguesas se consiguen en comedores de escuelas y universidades, pero allí no se las llama comida rápida; a las que ofrecen las grandes cadenas de hamburgueserías internacionales sí, aunque no sean necesariamente económicas (un menú básico cuesta entre $ 12 y $ 15) ni privilegiadamente rápidas (a veces hay una larga cola para hacer el pedido). Las pizzas y empanadas producidas en cantidades y distribuidas entre los locales de las franquicias más importantes (Ugi''s, El Noble Repulgue) sí se consideran comida rápida. Pero, ¿alguna pizzería de barrio admitiría llamar así a su producto?

 

Ante todo, "comida rápida" se considera sinónimo de "comida chatarra", del inglés junk-food, alimentos percibidos con escaso valor nutritivo: mucha sal, grasas y azúcares, pocas fibras, proteínas y vitaminas. En los Estados Unidos, si alguien dice junk-food todos miran a McDonald''s y Pizza Hut, aunque muchos analistas señalan que nadie habla de junk-food frente a hamburguesas o pizzas de otros locales con igual o inferior calidad. Traducido: se acusa a McDonald''s de lo que no se acusa a los puestos humeantes de la estación de Constitución.

 

Sintetizando: habría comida rápida buena y comida rápida mala; y a la comida rápida buena ni siquiera se la llama comida rápida. Lo que las diferencia no es su valor nutritivo, la preocupación por el patrimonio urbano, el trato a sus empleados o su higiene: la diferencia radica en si el producto se asocia con la cultura norteamericana. Comida rápida es McDonald''s. No se compra en trenes o en la calle; se compra en los locales de comida rápida (fast food restaurant). Lo que cuenta es su función simbólica más que alimenticia. Los abogados del diablo bien lo saben: las campañas publicitarias pugnan por cambiar la denominación fast-food restaurant por quick service restaurant (QSR, restaurante de servicio veloz). Instaurar significados, de eso se trata.

 

La crítica mundial a la comida rápida está muy arraigada en el corazón de la industria cultural. Es interesante porque si se acepta la hipótesis de que los Estados Unidos esparcen sus valores por el mundo de manera acrítica, también estarían esparciendo sus críticas perezosas a través de su propia industria cultural (o la de los países desarrollados). La película Super size me, candidata al Oscar por Mejor Documental en 2005, mostraba cómo su director, Morgan Spurlock, desmejoraba su salud tras seguir durante treinta días una estricta dieta de desayuno-almuerzo-cena en McDonald''s. En una de las glosas marginales de su novela Generación X (1991), Douglas Coupland escribió: "McJob: Trabajo mal pagado, sin prestigio, sin dignidad, sin futuro, en el sector de servicios. Considerado frecuentemente como una elección profesional satisfactoria por personas que nunca han tenido ningún trabajo". En "Slabs of grey", canción de su disco Ripped''n''torn (1995), el veterano grupo punk británico The Lurkers hablaba sobre un antiguo edificio al que estaban por demoler: "Alguna vez este lugar tuvo personalidad/ Ahora a nadie parece importarle si ponen un McDonald''s acá y un estacionamiento allá". En el video de "The real Slim Shady" (2000), el rapero Eminem aparecía como empleado de Burger King, escupiendo el pedido de una señora gorda; le dieron un premio Grammy por eso. En la película Un día de furia (1993), de Joel Schumacher, William "D-FENSE" Foster entra a un local de comidas rápidas, Whammyburger, y se enfurece cuando no puede ordenar un desayuno porque llegó unos pocos minutos después de la hora límite para pedirlos; enojado y ya con una TEC-9 en la mano, ordena un almuerzo y vuelve a enojarse cuando compara la foto del aviso con la hamburguesita aplastada que le sirvieron. En Los Simpson hay todo un catálogo de críticas: empleados con acné escupiendo hamburguesas, el comunicador del drive-thru que nunca funciona, el monopolio de Krusty Burger, los paros cardíacos y enfermedades de Homero Simpson; incluso en el video juego The Simpsons Hit & Run, el campesino Cletus consigue trabajo en Krusty Burger recogiendo animales muertos de la ruta para hacer hamburguesas y Apu protesta: "¡Aquí nadie puede vender comida podrida más que yo!".

 

Mala comida, y mucha publicidad; lo que se ofrece y lo que se obtiene no coinciden; se dañan la salud pública y el patrimonio arquitectónico; desconfianza sobre el origen de la carne; monopolio y negocios turbios; asfixiante presencia corporativa; empleados adolescentes mal pagos con tendencia a sabotear la ya de por sí mala comida. Y a pesar de que estas cosas se saben (aun los clientes asiduos las repiten de buena gana) el negocio crece: a mediados de los 70, los norteamericanos gastaban unos 6 mil millones de dólares al año en fast-food; hoy, 142 mil millones. Más de lo que gastan en entretenimiento, computadoras o autos. En un día cualquiera, al menos un cuarto de la población de los Estados Unidos visita un local de comida rápida ("América se ha vuelto la nación más gorda del mundo. ¡Felicidades!": así comienza Super size me). Se estima que en ese país uno de cada ocho trabajadores alguna vez pasó por McDonald''s, que según el The New York Times es responsable del 90% de los nuevos empleos (contrata al menos un millón de empleados al año, más que cualquier otra corporación, privada o pública). También gasta más en avisos y promoción que cualquier otra marca: desplazó a Coca Cola como "marca más conocida del mundo".

 

En un breve período, la industria de la comida rápida no sólo modificó los hábitos alimenticios, sino la economía, la fuerza de trabajo, el paisaje urbano y suburbano, las relaciones familiares, la política y la vida cotidiana. "La comida rápida y sus consecuencias se han vuelto ineludibles —escribió un periodista del The New York Times—, más allá de si uno ingiere comida rápida dos veces al día, trata de evitarla o nunca le ha dado un solo mordiscón". El fenómeno se esparce por todo el planeta. McDonalización lo llamó el sociólogo George Ritzer: "El proceso por el cual los principios de los locales de comida rápida dominan más y más sectores de la sociedad norteamericana y del resto del mundo".

 

Más allá de aplicar la división de funciones, la racionalización de procedimientos individuales y la especialización compulsiva en el expendio de alimentos; aparte de limitar las opciones a unas pocas combinaciones y variantes del mismo producto, utilizar materias primas previamente elaboradas, envases descartables y emplear adolescentes con acné, el verdadero desafío de McDonald''s fue convencer a los clientes de que trasladar su propia bandeja a la mesa y encargarse de tirar los restos a la basura no era un trabajo sino un privilegio. Cuatro periodistas alemanes escribieron en El imperio de la hamburguesa: "Todo es similar a la clásica producción en cadena en las fábricas, todo se realiza teniendo en cuenta las mismas leyes. Sólo que el creador de McDonald''s, Ray Kroc, dio un paso más. Su cadena de fabricación está detenida; los clientes, los consumidores son las partes móviles". Esa fue la "revolución de los servicios": servirse a uno mismo no es una carga sino un beneficio.

 

Hubo también numerosas defensas no institucionales de la comida rápida, algunas curiosas, como la "Teoría de los arcos dorados de prevención de los conflictos", desarrollada por el periodista norteamericano Thomas L. Friedman —ganador del Premio Pulitzer en tres ocasiones— en su libro The Lexus and the Olive tree: "No hay dos países en los que haya McDonald''s que hayan ido a la guerra entre sí desde que tienen McDonald''s". Claro, depende de qué se entienda por "guerra". Igualmente nadie se lo tomaría en serio (bueno, quizás sí quienes otorgan el Pulitzer). En cierto modo, cualquier cosa que haga una cadena de comidas rápidas, y en especial McDonald''s, estará mal. Si mañana anuncian que han logrado curar una enfermedad gravísima no faltará quien organice una protesta y arroje tomates. A su manera firmas como McDonald''s son el colmo de la corrección política: contratan buena parte de su personal de una franja etaria y social que muchas empresas evitan (incluyendo discapacitados mentales); tienen diversos proyectos de ayuda social y prevención ambiental; desarrollan políticas de "mimetización" arquitectónica y cultural. En Golden Arches East, editado por el antropólogo James L. Watson, se señala su impacto positivo en el este de Asia: cuando el primer McDonald''s abrió en Hong Kong en 1975, por ejemplo, los clientes consideraron que la limpieza de sus baños debía ser el estándar para los demás restaurantes. Pero decir esto en voz alta no está bien visto. Si para Armand Mattelart y Ariel Dorfman, en los 70 el Pato Donald representaba al imperialista definitivo, hoy McDonald''s es el símbolo del corporativismo global.

 

Atacar un símbolo, sin embargo, supone crear otros nuevos. Por eso un dirigente como Raúl Castells ocupa un local de McDonald''s y exige —no solicita, exige— 50.000 cajitas felices; o por eso el movimiento slow food, creado para preservar la gastronomía local de cada región y promover una alimentación sana, tuvo su fundación simbólica como contrapartida a la instalación del primer local de McDonald''s en la Piazza di Spagna de Roma en 1986. La oposición se juega en el espacio simbólico; no cuenta tanto qué se reclama sino el hecho mismo de reclamar.

 

Hacia fines de 2006, la Subsecretaría de Control Comunal señaló que en Buenos Aires había 275 puestos habilitados para la venta callejera de alimentos (hamburguesas, panchos, pizzas, etc.: la comida rápida buena); la Cámara Argentina de Comercio halló 811 puestos, la mayoría sin habilitación. En ellos la higiene es al menos cuestionable, los alimentos tienen poco o ningún control, no se respeta ninguna legislación. Sin embargo, nadie hizo jamás una marcha para apedrearlos (seguramente habría varias para evitar su desalojo).

 

En su manifiesto, el movimiento slow food habla de los placeres de la lentitud y la sensualidad, la educación del gusto, de preservarse del "contagio de una multitud que confunde frenesí con eficiencia" (www.slowfood.com). Sin embargo, no hay nadie acusándolos de ahondar brechas sociales ni reclamándoles 50.000 porciones de ciervo en reducción de Merlot con hongos salvajes y confit de cebollas. La persistencia del fast-food como "enemigo" es ante todo una construcción identitaria: permite entrar por la puerta grande a la industria de la contracultura. "El concepto de contracultura se basa en un equívoco. En el mejor de los casos, es una pseudorrebeldía: una serie de gestos teatrales que no producen ningún avance político o económico tangible y desacreditan la urgente tarea de crear una sociedad más justa", escribieron los canadienses Joseph Heath y Andrew Potter en Rebelarse vende.

 

Allí mismo dicen: "Al leer la lista de bienes de consumo que la gente no necesita (según Jean Baudrillard), lo que leemos en realidad es una lista de bienes de consumo que no necesita un intelectual de mediana edad. Cerveza Budweiser, no; whisky escocés de malta, sí; películas de Hollywood, no; teatro vanguardista, sí; coches Chrysler, no; coches Volvo, sí; hamburguesas, no; risotto, sí. En otras palabras, el término ''consumismo'' siempre parece afectar sólo a lo que compran los demás. Da la impresión de que la supuesta crítica al consumismo es puro esnobismo mal disimulado, o, peor aún, puritanismo".

 

Esnobismo, puritanismo o acciones sobre bases bien fundadas, la crítica al fast-food también es un buen negocio. Incluso la crítica de la crítica es buen negocio; Rebelarse vende se consigue por 20 euros, y ya lleva vendidos varios cientos de miles por todo el mundo. Ideal para leer en el desayuno con un combo de café + ciabatta con huevo. En el Bar Británico no se consiguen.

 

Fuente: www.clarin.com

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publicado por leticiadelpino a las 10:04 · 3 Comentarios  ·  Recomendar
 
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Comentarios (3) ·  Enviar comentario
Me parece muy bueno este texto por que nos hace tener conciencia
publicado por Mayra Nahir, el 01.04.2008 19:06
publicado por eltacho, el 23.02.2009 06:26
no es opcional comer chatarra
publicado por lili, el 18.05.2011 18:50
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